Caracol, saca los cuernos al Sol
El profesor del departamento de Ciencias de la Vida de la UAH, Juan Junoy, que acaba de presentar en la feria del libro su nueva obra Mitos de la Ciencia (RBA editores) del que es coautor, nos explica por qué los caracoles aparecen tras las tormentas.
Tras la tormenta viene… el caracol
De acuerdo, también tras la tormenta viene la calma, pero precisamente el animal que la ejemplifica es al que dedicamos este artículo, el caracol.
¿Por qué los vemos cuando llueve? De alguna manera, los caracoles terrestres no se han independizado del todo de su pasado acuático, y necesitan de un cierto grado de humedad para activarse, por eso los vemos moverse tras la lluvia. ¿y donde estaban antes? Pues en estivación, algo que hacen algunos animales cuando la sequedad impera, sestean. Cuando las condiciones no son adecuadas, permanecen en ese estado aletargado, debajo de las rocas, en rendijas o en los aleros de las ventanas. Utilizan su moco – esa baba de caracol que tan famosa se hizo hace unas décadas como producto cosmético - para sellar su concha y de paso, pegarse a la superficie dura, a esperar a las primeras gotas. La humedad reblandece ese opérculo transitorio y el animal se desenrolla utilizando su musculoso pie para desplazarse.
Como la mayoría de los animales, dos cosas ocupan al despertarse el cerebro del caracol: la comida y el sexo.
Los caracoles son, esencialmente, vegetarianos. Esto hace que sean tradicionalmente temidos por los hortelanos, que no es plan ponerse a cultivar lechugas para que se las coman los caracoles. Utilizan para alimentarse una lengua rasposa, la rádula, que, como una lija, va raspando las hojas de las que se alimentan. A su vez, los caracoles son presa de escarabajos, sapos, erizos, mirlos… y ¡oh sorpresa! de otros caracoles. Pues si, hay caracoles carnívoros, lo que me permite hablaros de nuestras meteduras de pata con los caracoles.
Puede que a ti no te gusten los caracoles – en la lista de depredadores de caracoles faltábamos nosotros- pero el caracol gigante africano (Lissachatina fulica) con un tamaño de hasta 30 cm, es el campeón como alimento. Esto ha hecho que lo hayamos transportado de un lugar a otro del planeta: ahora puedes encontrar caracoles gigantes “africanos”, en la India o en Ecuador, por ponerte dos países bien alejados de Kenia y Tanzania, de donde son originarios. Para ser gigante uno tiene que comer mucho, y si además no le haces remilgos a casi nada (comen desde plantas y carroña hasta heces o papel) puedes hacerte una idea de lo devastadores que son para los cultivos y los ecosistemas. Además, nuestro “amiguito” puede trasmitir enfermedades a las plantas o incluso al hombre. No es de extrañar que se considere al caracol gigante africano como una de las especies invasoras más peligrosas del mundo.
Ah, pensaras… pues si tenemos caracoles carnívoros, ataquemos con ellos a este malvado. Ya se hizo, con resultados desastrosos: el caracol lobo (Euglandina rosea) se utilizó para tratar de controlar la plaga del africano. Pero como un zombie incontrolado, no hizo reparos a otras especies de caracoles, siendo el responsable de la extinción de numerosas especies endémicas que vivían en las islas, desde Hawai a Tahití.
Este desolador panorama solo lo podremos arreglar hablando de sexo.
Aquí hay que reconocer que los caracoles lo tienen fácil, no tienen que estar en incansable búsqueda del sexo contrario para reproducirse. Les vale con el `primero que se ponga a tiro, son hermafroditas, es decir, son macho y hembra a la vez. No hay discriminación por razón de sexo, no se necesitan machos agresivos para mantener un territorio o plumajes y cantos vistosos para conseguir pareja. En los días de lluvia no es difícil encontrase con dos caracoles copulando, aproximando sus cabezas en un curioso 69. De la parte derecha de sus “cuellos” surge un dardo amoroso – literalmente, es un flechazo- y se produce un intercambio de espermatozoides, que fecundarán los óvulos producidos por el ovario. La puesta de los huevos, como diminutas pelotitas de ping-pong, se realiza también “por el cuello”, introduciendo la cabeza en la tierra húmeda. Los diminutos caracoles eclosionan tras un corto periodo de incubación, de unas dos semanas.
Aunque lentos, babosos y cornudos, los caracoles, como habrás leído, tienen fascinantes historias que contarnos.
Publicado en: Reportaje