Vivimos en una era acelerada en la que la tecnología ha transformado radicalmente nuestra forma de comunicarnos, trabajar y relacionarnos. En los años 80 soñábamos con coches voladores, ciborgs y viajes en el tiempo; lo que no imaginábamos era que el gran salto vendría de la mano de Internet y de las redes de comunicación global. Hoy, una estudiante erasmus puede estar conectada a diario y en tiempo real con su familia vía teléfono o videoconferencia sin preocuparse por el coste de la factura del servicio de telecomunicación. Este progreso ha mejorado incontables aspectos de nuestras vidas. Sin embargo, también ha traído consigo un ritmo frenético que nos obliga a producir, responder y decidir con una inmediatez que resulta, a menudo, incompatible con el pensamiento profundo.
Esta lógica de la urgencia ha penetrado también en el ámbito universitario. Hoy, todo debe ser "para ya" y "para algo". Hay jóvenes que escogen sus estudios de grado convencidos de que su valor está determinado por su productividad. Se multiplican los cursos exprés para “aprender a escribir” o “desarrollar espíritu crítico”, como si tales habilidades pudieran adquirirse en 40 horas y no a lo largo de una vida de lecturas, experiencias y reflexión.
Quienes nos dedicamos a la investigación también estamos inmersos en esta carrera contrarreloj. La presión por publicar en revistas de impacto, sumar sexenios o conseguir acreditaciones ha generado una forma de hacer ciencia en la que la rapidez muchas veces prima sobre la profundidad. Si Cisneros levantara la cabeza y viera el actual modelo de producción académica, probablemente no reconocería la universidad como el lugar de pensamiento pausado y riguroso que quiso construir.
En este contexto, una universidad pública como la nuestra que es, además, Patrimonio de la Humanidad tiene la responsabilidad de resistir a estas tendencias y reivindicar el verdadero sentido del conocimiento. Formar a nuestro estudiantado no significa meramente capacitarlo para el mercado laboral, sino prepararlo para conformar una ciudadanía crítica, comprometida y culta. Y para ello, no basta con la eficiencia técnica: necesitamos una formación integral que supere la falsa dicotomía entre ciencias y humanidades.
Las fronteras entre disciplinas se han convertido, más que nunca, en un obstáculo, y derribarlas es ahora una necesidad. Las ingenierías se benefician del conocimiento sobre lenguas para programar inteligencias artificiales que imiten el lenguaje humano; la medicina mejora cuando sus profesionales comprenden cómo comunicar con empatía; la arquitectura se enriquece cuando se inspira en el mundo clásico y entiende que el Partenón no es solo una proeza técnica, sino también un símbolo cultural. Por su parte, la arqueología necesita de la geología tanto como la lingüística requiere de la estadística.
La clave del futuro no está en reducir los saberes a lo útil e inmediato, sino en integrar perspectivas. Porque entender el pasado —a través de la historia— es clave para evitar que se repitan los errores que otros ya cometieron. Porque cultivar la sensibilidad a través de la literatura, abrirse al pensamiento filosófico o estudiar lenguas no es un lujo elitista, sino un ejercicio de humanidad que nos ayuda a comprender mejor el mundo y a los demás. Las humanidades no están reñidas con la innovación; al contrario: son el suelo fértil donde esta puede crecer de forma ética, crítica y con sentido.
LA CIENCIA DE LAS LETRAS
Por eso, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UAH, trabajamos codo a codo con colegas de otras disciplinas para construir ese conocimiento transversal que exige nuestro tiempo. Hoy, la sociedad y la ciencia avanzan cuando lingüistas colaboran con expertos en derecho para atrapar delincuentes a partir de sus escritos, cuando la filosofía permea el debate bioético sobre nuevos fármacos, cuando es necesario volver la mirada al pasado a través de la historia para comprender la realidad sociopolítica o cuando expertos y expertas en lenguas median en conflictos internacionales. Las humanidades no son un adorno: son una necesidad.
Por eso, pese a los discursos que cuestionan su elección, cada año hay jóvenes que deciden apostar por los estudios humanísticos. Lo hacen, muchas veces, en contra de las recomendaciones que reciben. Jóvenes que, al terminar sus grados y másteres, acceden al mundo laboral con una sólida formación que les permite contribuir activamente a la sociedad. Nuestros alumni trabajan en instituciones europeas, en medios de comunicación, en editoriales, en enseñanza, en laboratorios lingüísticos o como asesores culturales. En todos estos ámbitos aportan una mirada crítica y cultivada que ayuda, como ya hacía Don Quijote, a desfazer entuertos.
Un mundo que sitúe el conocimiento y los valores cívicos en el centro será siempre un mundo más justo, más sabio y más preparado para afrontar crisis futuras. Hace algunos años, una estudiante me dijo “las humanidades salvarán el mundo”. Y tenía razón. Lo están haciendo ya, silenciosamente, todos los días, desde las aulas, los libros, los archivos, las bibliotecas y los laboratorios de idiomas.