En la UAH se investiga cómo el origen de las palabras nos ayuda a entenderlas

Las palabras, como medios de expresión y de comunicación, son clara muestra del desarrollo individual y social del ser humano en todos sus ámbitos. En este reportaje, el profesor de la UAH, Jairo J. García Sánchez, nos aproxima a la etimología de algunas de ellas para poder entenderlas mejor. Tal vez así podremos usarlas con mayor conocimiento y propiedad.

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Jairo J. García.

En la UAH se imparten varias asignaturas que abordan la etimología de las palabras. En el grado en Estudios Hispánicos, en concreto, se ofertan ‘Lenguas de Europa’ o ‘Historias de las palabras del español’, esta última a cargo de las profesoras Teresa Jiménez Calvente y Dolores Jiménez López. Ya en la Semana de la Ciencia se ofreció una conferencia donde se mostraba el valor de la etimología… Ahora, el Diario Digital retoma este asunto con el profesor Jairo J. García, experto en Etimología, para ahondar en cómo las palabras, al igual que la propia lengua en que se insertan, son seres vivos que van transformándose desde su nacimiento y siempre están expuestas al cambio.

La etimología nos permite identificar el significado originario de las palabras aunque su valor actual haya cambiado. Volver a ese origen es un camino emocionante y revelador, porque también nos habla de la sociedad, de la cultura, de la forma de entender el mundo en momentos históricos anteriores.

Hay palabras que están llenas de historia y con su origen nos pueden hacer entender nuestro pasado y el lenguaje mismo. “Desde un punto de vista histórico, todas las palabras tienen una motivación, una razón que las justifica; no son arbitrarias. Y pongo un ejemplo: el inglés ‘to touch’ procede del francés ‘toucher’, que, como el español ‘tocar’, tiene su origen en el latín vulgar ‘*toccare’, verbo que se ha formado del sonido onomatopéyico ‘toc’, ‘choque, golpe’’.

La palabra ‘hijo’ también encierra bastante interés y curiosidad. Es un término del parentesco que procede del latín ‘filius’, pero lo interesante es comprobar que esa palabra latina tiene una base fel-, que desciende a su vez del indoeuropeo (*dhé-) con el valor de ‘mamar’. Es decir, que los hijos fueron llamados así porque maman. “La noción inicial parte de los hijos de los mamíferos, y luego ya la palabra se aplica por extensión al resto de las especies animales. No nos podemos sorprender de que la palabra ‘felación’ (latín ‘fellatio’) tenga el mismo origen ni tampoco de que exista relación asimismo con la ‘felicidad’, entendiéndola como la imagen de un niño recién amamantado, o con la idea de ‘fecundidad’. Lo más importante –la conclusión de todo esto– es que una palabra que no pensaríamos que tiene una motivación tan clara, sí la tiene en realidad: el hijo es el que mama, al que la madre amamanta. Es más, la madre es ‘fémina’, hembra, que tiene la misma base y el mismo origen, ‘la que amamanta’”.

El profesor de la UAH se detiene en una palabra como ‘matrimonio’ para hablar del fenómeno conocido como ‘falacia etimológica’. “A veces se ha argumentado que ‘matrimonio’ no puede utilizarse para referirse a la unión entre dos personas del mismo sexo porque una de ellas tiene que ser necesariamente una mujer, una madre. Efectivamente, la palabra ‘matrimonio’ tiene en su base la de ‘madre’ (latín ‘mater’), pero eso se corresponde con su origen etimológico, desde el que la palabra ha evolucionado mucho hasta llegar a su uso actual. Hay que entender, además, que ‘matrimonium’ en origen ni siquiera designaba la unión de un hombre y una mujer, sino que hacía referencia antes bien a la situación jurídica de la mujer que pasaba a ser la madre de los hijos de su marido”, explica el experto. “Las palabras valen y significan por su uso, y la etimología nos ilustra sobre su origen y su evolución, al tiempo que nos aclara aspectos del pasado”.

Del ‘matrimonio’ a los ‘cónyuges’ y… al ‘divorcio’: el ‘cónyuge’, que es la persona que se une a otra en matrimonio, era el ‘coniux’ en latín, propiamente el buey que se unía a otro en una pareja uncida por el yugo (lat. ‘iux’), y el divorcio (latín ‘divortium’) hacía referencia al momento en que uno de los bueyes tiraba más que el otro y se producía una separación entre ellos desde el punto de unión.

Son ejemplos de cómo el léxico de la sociedad rural latina ha dado lugar a palabras, hoy consideradas cultas, en una lengua románica como el español, en una tendencia similar a la de las palabras que hoy designan nociones abstractas, pero que provienen de palabras que designaban aspectos muy concretos en latín: ‘pensar’ procede de la palabra ‘pensare’, que significaba ‘pesar’; de hecho, ‘pesar’ y ‘pensar’ tienen el mismo origen. Lo que uno hace cuando piensa es pesar, sopesar, valorar, reflexionar. Algo similar ocurre con ‘aprender’, ‘comprender’: uno primero prende, coge “físicamente”, y luego aprende, comprende “con el intelecto”. ‘Sabor’ y ‘saber’ también tienen la misma procedencia. Todo esto nos recuerda la cita aristotélica: “Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu” (‘nada hay en el intelecto que no haya estado antes en los sentidos’).
Para acabar, una última conexión con el verbo latino ‘alere’ (‘hacer crecer’, ‘alimentar’): de su participio ‘altus’, que es el ‘alimentado, crecido’, viene ‘alto’, como asimismo ‘adulto’, del latín ‘adultus’ (‘el que ha crecido’), y ‘adolescente’, de ‘adolescens’ (‘que está creciendo todavía’). Este verbo está vinculado a la Universidad en tanto que a esta se la considera nuestra Alma Mater ‘madre nutricia, que nos alimenta’ y los ‘alumnos’, ‘los que se nutren’. Una vez más de lo concreto, la alimentación, se pasa a lo abstracto, a la nutrición intelectual y al conocimiento.

El latín ‘alma’, por cierto, no tiene nada que ver con la palabra española homónima, que procede de ‘anima’ (primero ‘aliento, respiración’ –los ‘animales’ se llaman así porque respiran– y luego ‘espíritu’), pero esa es ya otra historia… de palabras.

Publicado en: Reportaje