"Elogio de la lectura", por el catedrático Manuel Peinado

Manuel Peinado, catedrático y director del Departamento de Biología Vegetal de la Universidad de Alcalá, desvela en "Elogio de la lectura" y coincidiendo con una de las grandes citas del libro como es la Feria del Libro de Madrid y tras la celebración del Festival de la Palabra de nuestra universidad, su último reencuentro: Una historia de la lectura de Manguel.
"Un prodigioso centón a través del cual, en un tono sencillo y ameno, pero sin dejar de construir párrafos en los que la música del idioma prima sobre el sentido de la escritura, Manguel nos guía por un luminoso laberinto de lectores y lecturas que parece construido para ayudarnos a pensar y para revelarnos el asombroso, fascinante y viejo yugo que unce al ser humano y a la palabra escrita, que en esta obra se ofrece, más que como un prolijo y erudito ensayo, como un texto ameno y rebosante de sorpresas para todos los que gustan del libro y la lectura".

Gracias al Festival de la Palabra organizado por nuestra Universidad el pasado mes abril en torno a la entrega del Premio Cervantes, acabo de reencontrar un libro que tenía olvidado. Antes de recomendarlo, permítaseme una digresión: el Festival de la Palabra es la más grande (y gratuita) ocasión de acercarse a la cultura, una ocasión que pese al empeño, al buen trabajo de sus organizadores y a la calidad de los actos programados, la comunidad universitaria desdeña cada año con una lamentable inasistencia.
Los argumentos en favor del libro y la lectura son tan copiosos que, puestos por escrito, terminarían por desterrar de las bibliotecas a los libros que conviene leer. Aunque todos somos un lector único en medio de otros que comparten nuestra misteriosa devoción, el buen lector, como Borges, se enorgullece más de los libros que ha leído que de los que ha escrito, por más que se podría escribir una excelente historia de la literatura universal basándose solamente en los autores que Borges desdeñaba. Porque, como escribió Cervantes, «es grandísimo el riesgo a que se pone el que imprime un libro, siendo de toda imposibilidad imposible componerle tal que satisfaga y contente a todos los que lo leyeren». Pese a ello, y quizás animados por aquello que escribiera Plinio y repitiera el bachiller Sansón Carrasco «no hay libro tan malo que no tenga algo de provecho», legiones de autores publican cada año miríadas de libros, unas criaturas impresas que son objeto de una taxonomía crítica que los cataloga, si tienen la ventura de ser reseñados, como “libros buenos” o “libros malos”, olvidando que el ex libris de todo verdadero lector debería proclamar De gustibus non est disputandum: "De gustos no se discute”, o, como se dice en castellano, "sobre gustos no hay nada escrito".
Si, como decía Benet, la calidad literaria es muchas veces inversamente proporcional al número de lectores, el trasfondo de la cuestión podría ser cómo se accede a la buena literatura, aquella en la que, citando a Juan de Mairena, el talento del escritor alcanza la elegante y eficaz equidistancia entre narrar «esos eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» y «lo que pasa en la calle». Se puede llegar a los buenos libros por insistente azar, como los zahoríes, pero es más propio y común acceder a ellos siguiendo la estela de lo conocido, de la recomendación recibida de quienes aprecian los buenos libros, que no siempre coinciden con los preferidos por los críticos profesionales, ya que en lo tocante a éstos más parece en ocasiones que apuesten por lo nuevo que por lo bueno. Con todo, soy consciente de que dar consejos a los verdaderos lectores puede que sea un acto inane, porque no hay manual para llegar al Parnaso y porque los buenos lectores son seres omnívoros, devoran hasta los prospectos de los medicamentos, y en ese eclecticismo se parecen a Cervantes que era tan aficionado a leer que leía aunque fueran «los papeles rotos de las calles».
Leer es recordar. Los teólogos han decretado que ni siquiera Dios puede volver a recorrer el pasado; este poder negado a todo Creador pertenece sin embargo a cada lector dispuesto a empezar nuevamente en la primera página de un libro. Por eso, uno de los más acabados elogios de la lectura que recuerdo es el de Onetti cuando escribió que le gustaría sufrir de amnesia para olvidar los libros que amaba y volverlos a leer con la primera sorpresa que la primera vez. Somos lo que leemos hasta tal punto que uno puede hacerse la ilusión de repetir la vida volviendo a leer un libro, porque a través de las páginas que van cobrando vida mientras se abren, las palabras conforman una existencia ficticia y vaporosa que, en un ilusorio calidoscopio de papel, uno puede aprehender para multiplicar la suya cuanto desee. Leer o releer, el placer puede ser el mismo si se ha sabido llegar a la buena literatura, en la que uno se sumerge arrastrado por las palabras que fluyeron de la pasión creadora de algunos para deleite de todos.
Este año abrió el Festival de la Palabra Tomás Eloy Martínez con una conferencia –Poesía y relato: lazos de familia- a través de la cual el escritor argentino quiso compartir con los oyentes la enriquecedora experiencia de leer. Soñar es haber leído. Mientras que en la sala resonaban las palabras del conferenciante, me sucedía algo similar a lo que le ocurría a Borges cuando otros leían en voz alta para él: entre la bruma ensoñadora provocada por la sonoridad cadenciosa de la palabra, parecía estar releyendo un libro de Alberto Manguel, Una historia de la lectura, que leí hace diez años y que llevaba desde entonces intonso y adormecido en los estantes de mi biblioteca, pero que estaba ahí, en el paradójico olvido de la memoria escrita, como un dormido francmasón, dispuesto a despertar siempre que se fuese requerido.
Además de recrear el mundo del libro incorporándose con ello a esa magnífica familia de sabuesos bibliográficos que son los mejores historiadores del libro como Chartier, Darnton, McKenzie o Petrucci, en Una historia de la lectura Manguel se ocupa, cómo no podía ser de otra manera, de los grandes autores que las rubrican, pero también de los inevitables coprotagonistas de toda obra escrita: los lectores, esos tipos abstractos e imaginarios cuya opinión es la única que cuenta, y con los que –en palabras de Arthur Koestler- «los escritores se enzarzan en un diálogo continuo y exhaustivo». «Pero, ¿quién será el amo? ¿El escritor o el lector?», se preguntaba Diderot en Jaques le fataliste et son maître. En el libro de Manguel están las claves de la respuesta a esta pregunta porque de sus páginas se desprende que hay una ética de la lectura, igual que hay un arte de leer.
Dejándose guiar por su confesa adicción a los cuentos y a la calle a la hora de seleccionar anécdotas, y de su instinto investigador para recoger datos escudriñando minuciosamente las bibliotecas, Manguel desentraña el apasionante dédalo de los seis mil años de palabra escrita, desde las tablillas sumerias de arcilla hasta el soporte digital, reivindicando al tiempo el papel del lector y regalándonos infinidad de datos preciosos: en las escuelas judías de Edad Media se escribían las letras con miel para que el alumno capaz de adivinar el significado de lo apuntado en la pizarra tuviera el dulce privilegio de lamer la palabra; Diderot, que creía en los poderes terapéuticos de las novelas eróticas; el conde florentino Libri-Carucci, uno de los más consumados ladrones de libros de todos los tiempos, que vendía el botín adquirido con sumo riesgo, porque pensaba, como Proust, «que el deseo hace que todo florezca, mientras que la pasión todo lo marchita»; nos conmueve saber de aquel lector empedernido y memorioso asesinado en un campo de concentración nazi, que se sabía muchos de los clásicos de memoria y que, en un intento inútil de hacerse útil, se ofreció como biblioteca parlante para sus compañeros de cautiverio; Stevenson, que no quería aprender a leer para no privarse del placer que le producían las lecturas de su niñera… Es también muy recomendable que se repase en este libro la lista de otros que, según Óscar Wilde, no hay que leer, y que debería incluirse, según el propio Wilde, en los planes de Extensión Universitaria.
En resumen, Una historia de la lectura es un prodigioso centón a través del cual, en un tono sencillo y ameno, pero sin dejar de construir párrafos en los que la música del idioma prima sobre el sentido de la escritura, Manguel nos guía por un luminoso laberinto de lectores y lecturas que parece construido para ayudarnos a pensar y para revelarnos el asombroso, fascinante y viejo yugo que unce al ser humano y a la palabra escrita, que en esta obra se ofrece, más que como un prolijo y erudito ensayo, como un texto ameno y rebosante de sorpresas para todos los que gustan del libro y la lectura.
Y con esto, paciente lector, y sin ningún ánimo de convertirme en crítico, cumplo la obligación que me había marcado: recomendar la lectura de unos libros de los que he gozado, por más que sé que el verdadero aprecio de la literatura es una cuestión de temperamento, no académica, y que, como decía Pessoa, auxiliar o ilustrar es, en cierto modo, hacer el mal de intervenir en la vida ajena.

Publicado en: Archivo opinión