Carmen García: "desde que terminé la carrera no he logrado trabajar más de 2 meses seguidos"



Se llama Carmen García y se licenció en Farmacia por la UAH. Carmen representa la otra cara de la moneda, ésa que por circunstancias del destino o de otra cosa –en este caso una discapacidad- provoca que personas cualificadas no obtengan el reconocimiento profesional que merecen.

Carmen García escribió un email al Diario Digital de la UAH. Le gustaba la sección de Antiguos Alumnos, pero se lamentaba que sólo salieran en la sección antiguos estudiantes de la UAH que han logrado el éxito profesional... Ella es sorda desde que tenía 2 años, aunque tardaron mucho en diagnosticárselo y ha pasado media vida disimulandolo. Ahora, Carmen toma la palabra –la suya es mejor que cualquier otra- para relatar en primera persona cómo ha sido su vida y cómo una discapacidad no reconocida socialmente en su momento y tampoco asumida por ella le provocó muchos problemas en su época de estudiante y, después, ha limitado casi por completo su desarrollo profesional. Es el espejo que se pone delante de una sociedad en la que palabras como integración pierden, a veces, el significado.

Carmen García se lincenció en Farmacia hace 23 años.


Me llamo Carmen García, tengo 5 hijos, vivo en Daganzo y soy licenciada en Farmacia por la UAH desde hace 23 años. Laboralmente, sigo en situación de desempleo. Normalmente los afectados por la crisis suelen ser los más desfavorecidos (y mucho más los que presentamos algún tipo de limitación). En mi caso, la crisis es permanente. Desde que terminé la carrera no he conseguido trabajar más de dos meses seguidos, siempre como sustituta de verano.

Bueno, sobre mi discapacidad os cuento: soy sorda desde los 2 años. Me quedé sorda a consecuencia de una grave infección y tras el tratamiento con un antibiótico de los que llaman ototóxicos.

Mi familia no lo advirtió; tampoco yo fui claramente consciente de mi sordera, pensaba que todo el mundo oiría como yo. El tratamiento también me afectó a los ojos, pero al ser externo me operaron a los 4 años y se pudo arreglar.

Durante la infancia lo pasé fatal. Mis padres se empeñaban en que era despistadísima y para colmo, y por interés de mi abuela, me matricularon en solfeo y piano -aprobé con nota hasta cuarto-. Entonces vivía en Reinosa (Santander) y hay recuerdos que no se olvidan, como el comentario de una querida amiga que, cuando teníamos 8 años lanzó: “Carmen necesita una trompetilla”, cuando desafiné en el coro del colegio. Creo que me puse de todos los colores.
De esta época tengo un recuerdo un poco triste. Es el de una pobre señora sorda y medio ciega que trajo mi padre de una aldea en la que vivía sola; le dio tanta pena que le dijo a mi madre que si le parecía bien darle trabajo y casa durante algún tiempo, por lo menos hasta que pasara el invierno, ya que su aldea se quedaba prácticamente incomunicada. La situación de esa señora me marcó bastante, pues asocié la discapacidad con soledad, miseria, pobreza… También recuerdo que en Reinosa había un sordo; era joven y llevaba un pizarrín para que la gente le escribiese mensajes. Algunas veces observé cómo otros chicos le escribían bobadas para reírse de él.

En 1973 nos trasladamos a Alcalá. Mi padre sabía que en breve se reiniciaría de nuevo la actividad en la Universidad de Alcalá y sería más cómodo para todos vivir cerca de Madrid.
Entonces yo tenía 12 años y seguía engañándome sobre mi sordera: no quería aceptar lo que me pasaba; y si soy sincera sigo sin aceptarlo. El día a día es francamente duro. Estamos en una sociedad demasiado competitiva y no apta para limitados. Lo queramos o no es así.

En el colegio tenía serias dificultades para oír las explicaciones en clase, así que siempre me apoyaba estudiando en los libros. Recuerdo una anécdota de esa época que ocurrió con el profesor de inglés. Tenía bastante mal genio porque creía que las alumnas no lo respetaban y un buen día, durante la clase, me despisté leyendo en el libro y no lo atendía; sin que yo me percatase se acercó a mi mesa, me cogió el libro y mis papeles y los estampó contra el suelo. Pero yo seguía sin contar a nadie mis dificultades de oído: ¡tenía tanto miedo!

Quizá ese miedo me hizo desarrollar una serie de rutinas con las que conseguía disimular la sordera: me hacía la despistada; en las conversaciones era yo la que más hablaba, porque mientras hablas no tienes que oír... procuraba evitar las reuniones en grupo, pues nunca sabía de qué iba el tema… Ahora me parece absurdo, pero prefería pasar por tonta que por sorda.

Finalicé el COU y la Selectividad y llegó el momento de elegir la carrera. Aunque yo lo tenía claro, el primer año no me matriculé. ¿Por qué?, pues porque al pedir el sobre de matrícula no me enteré bien: se hacía a través de una ventanilla y no podía captar nada de lo que me decían. En casa me dijeron que era una negligente, no me había responsabilizado de mis estudios. Perdí ese curso, pero no del todo, ya que pude sacarme el carnet de conducir y además trabajar y ganar mis primeros sueldos, que a esa edad te hacen mucha ilusión.
En ese trabajo disfruté muchísimo, a pesar de que en un principio me pusieron en la recepción y tenía que coger llamadas telefónicas de diferentes países (era una multinacional americana) y enviarlas al departamento correspondiente. Me escaqueaba como podía ya que metía la pata infinidad de veces y al final pedí que me cambiasen a otro departamento.

Fue entonces cuando no tuve más remedio que ir al médico. El diagnóstico fue fatal. Mi oído estaba perdido y no había posibilidades de recuperación (la cóclea estaba dañada desde hacía muchos años, desde aquella infección infantil.) Mi capacidad auditiva era inferior al 5%. Fuimos a varios médicos que confirmaron el diagnóstico. Terminé utilizando un audífono en el oído mejor; y después en ambos oídos. La verdad es que mejoré algo: con los audífonos y con cascos a todo volumen pude captar algunas canciones de la época; a la vez, las mismas canciones las escuchaban conmigo todos los vecinos.

El curso siguiente (1981-1982) ya conseguí matricularme. Al comenzar las clases lo pasé bastante mal por la dificultad para tomar apuntes, que era lo que se hacía en clase. A mí me resultaba imposible, los audífonos no me servían para nada, perdía muchísimas palabras y lo que copiaba no tenía ningún sentido; tenía que agudizar el ingenio para hacerme con buenos apuntes sin que nadie supiese que era sorda. Para ello, llegaba pronto a clase y así podía sentarme en las primeras filas y tener al lado algún compañero aplicado, al que pudiese echarle el ojo a sus papeles, siempre disimulando; y, a la vez, podía ver el movimiento de los labios del profesor. Era bastante tenso, pero en algunas asignaturas me funcionaba. Luego los completaba con los libros que pude comprar y con los de la biblioteca, que por aquel entonces no era demasiado grande, pero me apañaba.

Por supuesto, no me fue muy bien, porque además intentaba conocer a gente y hacer nuevos amigos, cosa que llevaba su tiempo y tenía que restarlo de los apuntes. Suspendí 3, y como entonces no se podía pasar de curso, me tocó repetir.
Como el segundo año sólo tenía 3 asignaturas pude dedicar más tiempo a los amigos y preparar alguna asignatura de segundo, que tenía fama de ser muy duro. Ese año conocí a las que serían mis mejores compañeras y amigas.
En los primeros cursos estábamos casi todas las facultades juntas, en unos barracones militares situados en el actual Campus y que en la actualidad creo que ocupa la Facultad de Biología. No había más; unos teníamos las clases por las mañanas y otros por las tardes, pero todos en el mismo edificio que se fue ampliando con aulas prefabricadas, que eran como latas de sardinas, donde pasábamos un frío horroroso en invierno y un calor asfixiante en verano.

Mi primera amiga en la facultad fue Sherry, una chica iraní que sabía muy poco español; por eso nos entendimos de maravilla desde el principio, luego conocería a Sonia que fue la que más me ayudó y me apoyó en todo, quizás porque además nos gustaba competir con las notas; ella es americana de madre española y muy brillante, aunque por las circunstancias personales hemos perdido bastante el contacto.

Al grupo se fueron uniendo otros compañeros, tanto de farmacia como de químicas, medicina, derecho.... Casi siempre quedábamos después de comer en la “biblio”, tiempo que yo aprovechaba para completar y copiar los apuntes o fotocopiar otros, para luego, si podía, pasarlos a mi letra para estudiar mejor, ya que por la tarde teníamos las prácticas.
En las prácticas lo pasaba fatal, porque no coincidía con las amigas y las explicaciones se daban sobre la marcha y me costaba muchísimo coger algo; eso sí que me costó trabajo, pero iban saliendo.
Durante toda la carrera nunca advertí a ningún profesor que era sorda. Sólo mis amigas íntimas sabían que yo oía mal. Supongo que los demás también lo notaban, pero creo que nunca supieron que prácticamente no oía nada.
Si se me permite hago otro aparte. En aquellos años no había la misma sensibilidad social que hay ahora respecto a las personas con discapacidad. Sólo la ONCE hacia cosas para las personas ciegas; las asociaciones de personas sordas tenían menos capacidad e influencia. Personalmente nunca conocí a ninguna persona sorda estudiando en la Universidad.

Así pasaron los cursos sucesivos hasta llegar a quinto, curso en el que patiné un poco y me suspendieron la Bioquímica, asignatura de la que tuve que examinarme en febrero del año siguiente. No obstante, no perdí el tiempo y me apunté para hacer la tesina en el departamento de Farmacia Galénica del que era catedrático don Eugenio Sellés, a la vez que realizaba unos cursos de doctorado.

Ese verano de 1988 trabajé en una oficina de farmacia en Alcorcón. No dije que era sorda y por eso conseguí el contrato de sustitución. Me dediqué más a la gestión del establecimiento, dejando la atención al público a los dos auxiliares que me consultaban algunas cosas. Yo también atendía siempre que se trataba de recetas escritas y realizaba todas las fórmulas magistrales.

Cuando terminó el verano volví al departamento (estuve unos 9 meses), pero en diciembre de 1988 me casé y tuve que dejar la Universidad para trabajar de nuevo en una farmacia, esta vez en San Fernando. Allí ya advertí que tenía dificultades auditivas, pero como seguía disimulando, la propietaria de la farmacia me contrató. Poco a poco se fue dando cuenta de mis dificultades y me encargaba tareas que no fuesen directamente de cara al público; curiosamente me encargué de hacer audiometrías, y no se me daba mal: las personas, mayoritariamente mayores, se animaban al ver que la farmacéutica que la atendía tampoco oía bien. Pero antes de llevar 3 meses trabajando la jefa me dijo muy amablemente que me fuese. Y esa fue mi segunda y última experiencia en oficinas de farmacia.

Hace años colgué en el tablón de anuncios del Colegio de Farmacéuticos un papel con mis datos, ofreciéndome para trabajar. Desde entonces, sobre todo en los meses de septiembre, llaman farmacéuticos para ofrecerme trabajo. El que coge el teléfono es mi marido y siempre pregunta que si saben que soy sorda; el interlocutor se queda callado… Entonces mi marido le dice que reconsidere su oferta y que si sigue en pie, vuelva a llamar. En todos estos años no ha vuelto a llamar nadie.

Naturalmente tengo muchos conocidos farmacéuticos, con o sin oficina de farmacia. Todos lamentan que siga sin trabajar, algunos dicen que podría hacerlo bien en un laboratorio, preparando fórmulas magistrales… que mirarían si en tal o cual sitio podrían ofrecerme algo. Pero ninguno de ellos me ha ofrecido trabajo.

Desde entonces mi trabajo profesional se ha reducido a algunas sustituciones como inspectora de salud en la Comunidad de Madrid o de Castilla La Mancha.

La mejor sustitución que realicé fue en Navalcarnero, donde me contrataron para cubrir una baja por jubilación. Pero, en este caso, las presiones vinieron por parte de algunos colegas (interinos) que reprochaban que yo ocupase una plaza como la de ellos, alegando que al ser sorda, no me enteraba de las cosas y no realizaba el trabajo como ellos. Tuve que dejarlo, pues a la presión del trabajo se unió un embarazo complicado: mi hija valía más.
En sucesivos veranos he realizado otras 4 ó 5 sustituciones, de 15 a 30 a días, también como técnico de salud pública. La última sustitución la hice en 2004. No me han vuelto a llamar.

Varias veces me he presentado a las oposiciones de técnico de salud pública. Habitualmente hay una plaza reservada para personas con discapacidad y yo soy una de las que opto a ella. Hasta ahora no he conseguido aprobar más que el primer examen (la verdad es que no he podido prepararlas bien), pero pienso que es una de las mejores opciones que tengo.

Si analizamos la situación de las ayudas públicas, la cuestión no es más optimista. Llevo un montón de años apuntada en el INEM. Desde ese organismo me han llegado algunas ofertas de trabajo acordes con mi titulación y con un perfil para discapacitados. No sé que pasa, pero hasta ahora nunca lo he conseguido.

Naturalmente todas las instituciones oficiales me tratan con esmero y consideración, me mandan todo tipo de informaciones, me sugieren que haga tal o cual gestión, que me ponga en contacto con la ONCE, que… Pero nadie hace nada real. Lo más que consigues es hacer un curso de algo, sobre todo si ese algo está relacionado con la informática. Y después te llaman para trabajar tecleando datos, pagándote 700 euros al mes; pero como no eres rápida tecleando no te aseguran el empleo.
No obstante, el curso 2008-2009, tuve una ayuda importante. Pude realizar un curso de Lenguaje de Signos. Lo hice por dos motivos: porque personalmente me venía bien, podría comunicarme mejor; y porque podría darme otra herramienta para conseguir trabajar. El esfuerzo fue importante (duró 7 meses) y personalmente me sentí recompensada: podía entenderme con otras personas con cierta fluidez. Pero para poder trabajar, ese curso no me capacitaba suficientemente; debía realizar otro curso de especialista… para el cual no estaba preparada. Las plazas que había fueron ocupadas por personas, sordas o no, que dominaban ese lenguaje perfectamente.

Quiero terminar con algo positivo. Como ya he dicho, al acabar la carrera me casé con un hombre maravilloso. Nunca le importó que fuese sorda, aunque naturalmente preferiría que no lo fuese. Hemos tenido cinco hijos estupendos, estudios, deportistas y alegres. Hemos trabajado y seguimos trabajando para sacarlos adelante, y lo estamos consiguiendo. Cuando digo que no tengo trabajo me refiero exclusivamente a trabajo remunerado, porque en casa no acabo nunca. Pero me da rabia no haber podido ejercer mi profesión y no haber contribuido económicamente a sacar mi familia adelante sólo por ser sorda.

Pero bueno, yo seguiré luchando. Espero el “milagro” de un trabajo; mejor si está relacionado con mi titulación y conciliable con mi vida familiar....

 

Publicado en: Archivo antiguos alumnos